lunes, 24 de marzo de 2014

Los indignados al Samur: 'Dejadlos morir'

Los indignados al Samur: 'Dejadlos morir'
Lo que contaré a continuación son hechos, y el relato procede de una fuente que, al menos para mí, resulta completamente fiable. Es alguien a quien conozco de hace tiempo, por razones que no tienen que ver con su oficio, ni con sus ideas ni con las mías, que dicho sea de paso vienen a coincidir en la sensibilidad frente a una sociedad injusta en la que los platos rotos los pagan siempre los que menos tienen y pueden, mientras los poderosos salen indemnes de sus picardías, sus pifias o, incluso, sus delitos.
Digamos que ambos tiramos a la izquierda y vemos muchas razones para manifestarse contra un orden de cosas decepcionante. Me dice que se ha manifestado muchas veces, y que si el sábado no lo hizo fue simplemente porque no podía hacerlo. Mi fuente es un trabajador de las emergencias médicas de Madrid, que el día 22 estaba de servicio. Permítanme que no dé más detalles, porque nada de lo que me ha confiado quiere que le sea reconocido como mérito por nadie, ni yo deseo que le acarree represalias.
La historia viene del dolor y la vergüenza, y ahí debe quedar, sin contaminarse de ese circuito sórdido de la búsqueda de la recompensa y el miedo al castigo que mueve las acciones de todos los que nunca leyeron la Ética de Spinoza; aquel hebreo que dejó escrito que toda la recompensa del bien obrar es obrar bien, y el principal castigo del mal, haberlo hecho.
Mi confidente estaba en un puesto sanitario avanzado (PSA) al que al término de la manifestación empezaron a llegar antidisturbios heridos, en brazos de sus compañeros.
«En cinco minutos pudieron llegar siete u ocho policías de la UIP [Unidad de Intervención Policial] y uno de la UCE -antidisturbios de la Policía Municipal- con caras ensangrentadas, alguno con disminución del nivel de consciencia y cascos abollados, por lo que se suponía que eran adoquines. Hubo que estabilizarlos, valorar sus heridas y calmar su ansiedad, porque venían asustados. Vi caras desencajadas de esos hombres de casi dos metros, llamadas a sus mujeres y situaciones tensas cuando coincidieron en el PSA policías y manifestantes».
«No vi en ningún policía ni una mirada que tradujera odio o ánimo de venganza hacia ninguno de sus agresores. En el exterior, sin embargo, acompañantes de los manifestantes heridos nos gritaban a los trabajadores del Samur que éramos cómplices y que no atendiéramos a policías, que los dejásemos morir».
«Aplaudían cada vez que entraba un policía herido, e incluso llegaron a arrojar un petardo junto al PSA. Acabamos necesitando un cordón policial para poder trabajar con un mínimo de seguridad».
Refiere este trabajador, igualmente, cómo advirtió, desde su posición, la posible presencia de policías infiltrados como manifestantes: «En el exterior del PSA, unos manifestantes identificaron a un grupo de policías infiltrados vestidos de paisano. Los acorralaron profiriendo insultos y retándoles a pelear. Fui testigo directo de esta situación y sí parecía que eran realmente policías. Se refugiaron detrás del PSA para no poner en peligro el dispositivo sanitario, pero cerca por si acaso. No eran dos o tres encapuchados los que les amenazaban, era mucha gente, algunos quizá por solidaridad con los manifestantes».
Cuando llegó el momento de evacuar a los policías heridos continuó la fiesta y la presión. Así lo recuerda el testigo: «Afortunadamente, ningún manifestante o periodista precisó traslado urgente, sólo un policía precisó traslado en UVI móvil por un síncope recuperado tras una pedrada en la cabeza. Tuvimos que meter a los policías de dos en dos en ambulancia y por la puerta de atrás, pegada al PSA para evitar el trayecto a pie desde el PSA a la ambulancia, por su seguridad y entre silbidos».
En total, en el PSA valoraron a 61 pacientes hasta las 23.00 horas del sábado. Una estampa que se le quedó grabada al testigo fue la del único antidisturbios municipal, que estuvo 40 minutos solo, sin que ninguno de sus jefes acudiera a interesarse por él, mientras que los policías nacionales recibían incluso la visita de su director general.
«Lo que más me duele», dijo el policía, «no es la rodilla, sino que nadie haya llamado siquiera». Al final acabaron apareciendo sus jefes y se hicieron cargo de su traslado y de avisar a su familia, pero la imagen de ese largo rato en soledad vino a resultar simbólica del desamparo de unos servidores públicos expuestos a las iras de la ciudadanía.
Y hasta aquí lo visto y contado por alguien que estuvo en primera línea y que no está contaminado por la propaganda de ninguno de los dos bandos en conflicto. En definitiva, lo más parecido a un testigo imparcial -eso que ya sabemos que no existe- que al menos este cronista ha encontrado respecto de los incidentes del 22-M. También el testigo tiene, cómo no, su opinión, y creo que vale la pena transcribirla.
«Yo también estoy harto, pero tengo la suerte de mantener la vocación casi intacta. Yo me debo a mis pacientes, encapuchados, policías, fotógrafos, ciudadanos... convivientes en esta nuestra sociedad herida».
Y para terminar, lo que menos vale de estas líneas, la opinión de quien recaba y recoge el testimonio. Alguien debería empezar a pensar, en el Gobierno, en el mal resultado que da tapar los problemas amontonando contra ellos policías. Ya se hizo en el pasado, en nuestro país, y la consecuencia es que se quema y deslegitima a las Fuerzas de Seguridad, que cualquier día acaban viéndose en el brete de usar las armas y provocar una desgracia, y los problemas siguen ahí.
Y alguien debería empezar a pensar, entre los portavoces de esa izquierda que dice reclamar dignidad, si pedirle a quien ha de curar que deje morir a un ser humano es realmente de izquierdas. Si acaba aceptándose eso, algunos que lo somos y no podremos ser jamás de derechas, tendremos que afiliarnos a la izquierda de un país imaginario.

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